Seguimos en lo
nuestro, ignorando todo lo que ocurría a nuestro alrededor. Los besos, las
caricias y nuestros cuerpos fueron conductores de algo que ya debía de pasar
hacía mucho. Nuestras prendas, que antes se encontraban en el lugar al
que correspondían, yacían en el suelo cubriendo al teléfono y al espectador anónimo. Cuando nuestros
cuerpos ya estaban cansados y satisfechos, nos desplomamos sobre la cama. No había
nada que nos molestara ni nada que nos perturbara. Abrazadas, me dijo: “Te quiero
y nunca te dejaré”.Sonreí. Ya era costumbre sonreír cada vez que estaba con
ella.
La ayudé a vestirse, y ella, a mí. Recogimos todo
lo que estaba en el suelo incluyendo el celular. Desbloqueó el teléfono para
ver la hora. Nuestro espectador anónimo ya había colgado para entonces y no se
fijó en las llamadas.
Me llevó a mi casa.
Debo admitir que no tenía ganas de separarme de ella ni un poco. Llegué a mi
hogar y se despidió de mí con un beso largo en los labios. Algo pasaba. Ése beso
no se parecía en nada a los que me había concedido hacía unas horas. Era diferente,
ya que sentía en él una despedida. Al entrar a mi cuarto revisé mi celular. Tenía miles de llamadas de Javier y diez de mi madre. Diez llamadas de mi madre
solo significaban una cosa: “A la mielda”.
Para mi fortuna ella ya dormía. Comenzó a vibrar el teléfono. Era Javier.
—¿En dónde estabas?
— Con una amiga.
—¿Qué hacías? ¿Por qué no contestabas?
— Hace una semana que no hablamos, y ¿solo me llamas
para preguntarme esto?
—¡Carajo! ¡Dime qué chingados estabas haciendo!
— Nada Javier. No hacía nada.
—¿Nada? Nada le dices a revolcarte en la cama con
quién sabe quién.
—¿De qué hablas?
—Por favor… Es lo que siempre haces.
Creí que estaba
borracho y decidí colgarle. No tenía ni idea de lo que había pasado esa noche y
solo hablaba por hablar.
En la semana no
recibí ninguna llamada tanto de él como de ella. Fue hasta el viernes que
llegué a mi casa cuando supe lo que pasaba. Ella estaba sentada en la banqueta
cerca de la reja. Quería besarla, preguntarle por qué no me había llamado,
abrazarla, pero no me dejó. Tenía los ojos llorosos, como si alguien hubiera
muerto y ella lo había velado.
—Me voy a ir un tiempo a los Andes —
me dijo sin titubear.
—¿Cómo? ¿Me vas a dejar? Dijiste que
nunca lo harías.
—Y tú también
dijiste que nada es para siempre.
—¿Qué hice?
—No hiciste nada, es solo que la otra noche mi mamá
escuchó todo. No quiere que me vuelva a acercar a ti.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminar